TEXTOS LITERARIOS
Por
Julieta Alvin
Como
toda ciencia, arte o técnica, la literatura maneja una serie de términos
privados a los cuales les da significado especial.
Para leer a cabalidad una obra literaria se requiere analizarla, lo cual
significa penetrar en su universo y desmenuzarla cuidadosamente a fin de
reconocer los diversos aspectos que la conforman. Este trabajo complejo permite
evaluarla demostrando sus calidades.
Cuando examinamos una obra literaria ponemos especial atención en:
El argumento y
el tema
La originalidad
de presentación
La claridad de
exposición
La habilidad del
autor para sorprender nuestras expectativas
La importancia que la obra tiene dentro de la historia
literaria de la humanidad
Al finalizar el desmembramiento de la obra, conoceremos cuáles fueron los
recursos usados, qué intención abrigó el autor al redactarla, cuáles eran sus
preferencias y habilidades para la elaboración estructural del universo interno
del texto literario. En este momento el lector puede interpretar el anhelo del
artista y proceder a juzgar si consiguió plasmar a través del arte verbal su
objetivo.
Argumento
Desde
la época clásica se considera que una narración literaria debe contar con
ciertos componentes indispensables. Estos componentes son personajes,
universo interno, estructura, forma, estilo. Para ubicar cada uno de estos
componentes, el camino más fácil consiste en redactar de manera sintética el
argumento, es decir, el contenido de la obra.
Cuando un lector cuenta lo ocurrido en una obra (es decir, lo que pasó en la
obra), ya sea relato, teatro y aun, poesía, inconscientemente incorpora cada
uno de los componentes antes mencionados. Por ejemplo, el argumento de Pedro
Páramo, la novela del mexicano Juan Rulfo, podría escribirse así:
El joven Juan, hijo de Dolores Preciado y Pedro Páramo,
regresó a Comala porque prometió a su madre agonizante que iría a cobrarle a su
padre el abandono en que los tuvo por más de veinte años.
Pedro Páramo fue cacique de Comala;
cuando Juan llegó, ya había muerto y con él, el pueblo. Sucedió que Pedro,
desde niño, amaba a Susana San Juan y sólo pudo desposarla cuando ella había
enloquecido por la pérdida de Florencio, su marido. El poderoso cacique se
entregó al cuidado de la enferma. Cuando ella murió, los comaleños olvidaron el
dolor de su amo y festejaron al santo patrón. Pedro juró vengarse y dejó que el
pueblo se hundiera en las epidemias y el hambre. Por eso Juan sólo encontró un
lugar en ruinas habitado por fantasmas quienes, desde sus tumbas, reviven sus
amores, sus rencores y sus crímenes. Espantado por los murmullos del pueblo,
Juan sucumbió al terror y se convirtió en otro fantasma.
De inmediato es posible reconocer algunos de los
componentes enunciados:
El ambiente
espectral de Comala
Los sentimientos
de Pedro, Juan, Dolores, Susana, personajes de este universo interno irreal
Otros
componentes se descubrirán al leer la obra completa; sin embargo, el argumento
ha mostrado lo esencial de este relato literario.
Personajes
En
el desarrollo de una obra, los personajes se distinguen por la importancia de
sus actuaciones. Los que mayor gravitación tengan serán protagonistas y antagonistas.
Si su fuerza de acción disminuye pasarán a ser principales, secundarios,
de marco, colectivos y de ausencia.
El autor, según sus necesidades, trazará la figura de cada personaje. Habrá
ocasiones en las que consiga perfilar un personaje secundario con tanta
habilidad que éste se vuelva imprescindible y quede en la memoria del lector
con mayor fuerza que el protagonista. Por ejemplo en la novela El astillero,
del uruguayo Juan Carlos Onetti, el protagonista, Larsen, el "junta cadáveres",
es un aventurero cínico y fanfarrón, con poses de galán cinematográfico que
logra enamorar a Angélica Inés, hija de Jeremías Petrus, dueño del astillero.
Cuando el viejo Petrus, personaje secundario, es denunciado por estafa y la
fábrica va a la quiebra, Larsen descubre cómo su suegro aceptó la boda para
responsabilizarlo del robo; así, queda recordado por su perfidia.
Los escritores otorgan al protagonista y al antagonista toda la
fuerza; de ellos dependen tanto la historia como el carácter de los demás
personajes. Inclusive, del talento del protagonista arranca el clima emocional
de la historia.
En la novela Los memoriales de mamá Blanca, de la venezolana Teresa de la Parra , la autora evoca su
infancia transcurrida en la hacienda familiar "El Tazón", lugar donde
ella y sus cinco hermanitas disfrutan la libertad de jugar en los campos,
bañarse en los ríos y cabalgar al cuidado de sus criadas y de la institutriz.
Los peones, limpios de corazón, acompañan el paraíso infantil. La protagonista,
espontánea, tierna y humorista determina el ambiente jovial; los demás
personajes comparten el ánimo campestre.
En los relatos clásicos el "héroe" --casi siempre protagonista-- y el
"antihéroe" --o antagonista-- tienen toda la importancia. El
ecuatoriano Juan León Mera publicó Cumandá, un drama entre salvajes. La
obra se inspiró en la tradición. El
Comentario de texto literario
Comentario de texto
literario, valoración de un texto para comprobar, por medio
de diversas técnicas, su carácter literario.
Comentar un texto no es glosar su contenido.
Sólo si se abarca su totalidad, y cada una de sus ideas se relaciona con las
demás, el texto tiene sentido, y se percibe la función de todas las palabras.
El lector espera reconocer en el texto unos rasgos que responden al género en
que se inscribe. Los límites del texto, que marcan estrofas y rasgos de los
diferentes géneros, encuadran su diseño interior. Para que el texto alcance
todo su sentido, hay que conocer los instrumentos manejados por el escritor,
las figuras retóricas, las referencias culturales. Sólo así se puede vincular
la obra al contexto literario.
El lector recibe del autor un mensaje, cuyo
fin es este mensaje como forma; percibe en sus interrelaciones, la actitud, el
tema, la estructura y el mensaje del texto, y concibe su esencia simbólica, su
función histórica y su valor poético.
Procedimiento de análisis literario
Cada texto exige una técnica de análisis que
ponga de relieve sus rasgos más significativos, por lo que es necesario, en
primer lugar, situar el texto en su marco histórico-literario. El modo de
actuar varía según se trate de una obra completa, de un texto completo o de un
fragmento, e igualmente si se conoce el nombre del autor, el título y la fecha
de la obra. Si se sabe el nombre del autor, se utilizan los medios de consulta
necesarios para situar la obra en la etapa del autor a la que ésta pertenezca.
Si todos los datos aparecen en el texto, no hay mayor problema que la consulta
en un manual de Literatura con el fin de obtener una mayor información sobre el
autor, obra, fecha, periodo, características generales de la época y movimiento
al que pertenece el texto, relación con otros movimientos artísticos y
culturales del momento, características del autor, característica de la obra o
fragmento, objeto del análisis.
Características literarias.
Para analizar las características literarias de un
texto hay que determinar:
Género literario y forma de
expresión: Identificación del género y subgéneros, señalando su originalidad
y características del autor; la forma de expresión (narración, diálogo,
descripción...) y, por último, si se trata de un texto en prosa o verso con sus
características.
Análisis del contenido (relación del
autor con la obra): Actitud ante la realidad (externa/interna); postura del
autor (objetiva/subjetiva, irónica, crítica...); punto de vista (estilo
directo/indirecto, utilización de primera, segunda o tercera persona) e
implicación del autor en el texto.
Argumento y tono: Tipo de
argumento y esquema argumental. Hay que observar las características
(descriptivo, narrativo, digresivo) y el tono (optimista, pesimista...).
Estructura del contenido: Estructura del
texto (núcleos y subnúcleos estructurales, sus relaciones y características) y
modelos estructurales (analizante, sintetizante, paralela, atributiva...).
Tema e idea central. Precisar el
tema: Características y cualidades.
Análisis de forma
Es el momento culminante del análisis, cuando afloran los niveles literarios utilizados por el autor; para eso
hay que analizar todos los recursos del lenguaje literario
y su función poética.
En el análisis formal,
se debe analizar los diferentes planos: Plano fonético-fónico, peculiaridades:
figuras retóricas basadas en el sonido (onomatopeyas, aliteración, paronomasia,
asonancia, aféresis).
Acento y entonación. Ritmo de la prosa (ritmo
lingüístico, de pensamiento, de intensidad, cuantitativo, silábico, tonal...).
Análisis métrico del texto en verso (véase Versificación). Medida
(cómputo silábico). El acento: tipo de versos (octosílabo, endecasílabo...).
Rima (total o parcial). Tipos de estrofas (cuarteto, serventesio, quinteto,
octava real, soneto...). Poema (romance, silva, letrilla...).
Planos morfológico y sintáctico. Interpretación de
las diferentes posibilidades expresivas que ofrece el texto en relación con el
contenido. Análisis de las categorías gramaticales y sus conexiones. Comentario
de texto lingüístico. Análisis y estructura del texto (simetrías, paralelismo,
diálogo, descripción). Figuras retóricas: por adición de palabras (paráfrasis,
pleonasmo, sinonimia...); por omisión de palabras (elipsis, asíndeton); por
repetición de palabras (anáfora, reduplicación, concatenación, polisíndeton);
por analogía (derivación, dilogía, calambur, hipérbaton).
Plano semántico, determinar las peculiaridades del texto
que se comenta, relacionándolo con el contenido; características del léxico,
elementos emotivos y afectivos. El significado de las palabras en el texto. La
connotación, como característica del lenguaje literario (polisemia, antonimia,
homonimia...). Los cambios semánticos: tropos (sinécdoque, metonimia, metáfora,
alegoría, símbolo...). Figuras retóricas (prosografía, retrato, enumeración,
hipérbole, prosopopeya, apóstrofe, paradoja...) y, finalmente, valoración del
texto, reconocer el sentido histórico-social y apreciar el valor poético del
texto como realización de un artista en un género.
Juan Rulfo
(México, 1918-1986)
La cuesta de las comadres
Originalmente publicado en la revista América
Nº 55, febrero, 1948
(El llano en llamas, 1953)
(México, 1918-1986)
La cuesta de las comadres
Originalmente publicado en la revista América
Nº 55, febrero, 1948
(El llano en llamas, 1953)
Los difuntos Torricos siempre fueron
buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran pero, lo que es de mí,
siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que
no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí
me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos en la Cuesta
de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era
desde viejos tiempos
Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres,
los Torricos no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y
si no es mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas
que estaban encima de la tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor
parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a los sesenta que
allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una
mezcalera nada más, pero donde estaban desperdigadas casi todas las casas. A
pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo
trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y
media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No
había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de
aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido
deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado
donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía a aparecer
ya nunca. Se iban, eso era todo.
Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme
a ver qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me
gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos los años un
tantito de maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el
lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen
Cabeza del Toro.
Seguro eso pasó
El lugar no era feo; pero la tierra se hacía
pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras
duras y filosas como troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin embargo, el
maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los
Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la sal de tequesquite,
para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de echarle tequesquite a mis
elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con todo y que las lomas
verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el
lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a cada rato es viento
lleno del olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca,
sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les sobraban ganas de
pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que les habían hecho;
pero no tuvieron ánimos
La cosa es que todavía después de que murieron
los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo estuve esperando. Pero nadie
regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé los techos y les puse ramas a los
agujeros de sus paredes; pero viendo que tardaban en regresar, las dejé por la
paz. Los únicos que no dejaron nunca de venir fueron los aguaceros de mediados
de año, y esos ventarrones que soplan en febrero y que le vuelan a uno la
cobija a cada rato. De vez en cuando, también, venían los cuervos; volando muy
bajito y graznando fuerte como si creyeran estar en algún lugar
deshabitado.
Así siguieron las cosas todavía después de que
se murieron los Torricos. Antes, desde aquí, sentado donde ahora estoy, se veía
claramente Zapotlán. En cualquier hora del día y de la noche podía verse la
manchita blanca de Zapotlán allá lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy
tupido y, por más que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan ver nada
de nada.
Me acuerdo de antes, cuando los Torricos
venían a sentarse aquí también y se estaban acuclillados horas y horas hasta el
oscurecer, mirando para allá sin cansarse, como si el lugar este les sacudiera
sus pensamientos o el mitote de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que
no pensaban en eso. Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho callejón
arenoso que se podía seguir con la mirada desde el comienzo hasta que se perdía
entre los del cerro de la Media Luna.
Yo nunca conocí
a nadie que tuviera un alcance de vista como el de Remigio Torrico. Era tuerto.
Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las
cosas , que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber
que bultos se
movían por el camino no había ninguna diferencia. Así, cuando su ojo se sentía
a gusto teniendo en quien recargar la mirada, los dos se levantaban de su
divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo
Eran los días en que todo se ponía de otro
modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte sus
animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces se sabía que había
borregos y guajolotes. Y era fácil ver cuántos montones de maíz y de calabazas
amarillas amanecían asoleándose en los patios. El viento que atravesaba los
cerros era más frío que otras veces; pero, no se sabía por que, todos allí
decían que hacía muy buen tiempo. Y uno oía en la madrugada que cantaban los
gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como si siempre
hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres.
Luego volvían los Torricos. Avisaban que
venían desde antes que llegaran, porque sus perros salían a la carrera y no
paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por los ladridos todos
calculaban la distancia y el rumbo por donde irían a llegar. Entonces la gente
se apuraba a esconder otra vez sus cosas. Siempre fue así el miedo que traían
los difuntos Torricos cada vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres
Pero yo nunca llegué a tenerles miedo. Era
buen amigo de los dos y a veces hubiera querido ser un poco menos viejo para
meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin embargo, ya no servía yo para
mucho. Me di cuenta aquella noche en que les ayudé a robar a un arriero.
Entonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo tenía
estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más estirones. De eso me di cuenta.
Fue como a mediados de las aguas cuando los
Torricos me convidaron para que les ayudara a traer unos tercios de azúcar. Yo
iba un poco asustado. Primero, porque estaba cayendo una tormenta de esas en
que el agua parece escarbarle a uno por debajo de los pies. Después, porque no
sabía adónde iba. De cualquier modo, allí vi yo la señal de que no estaba hecho
ya para andar en andanzas.
Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el
lugar adonde íbamos. “En cosa de un cuarto de hora estamos allá”, me dijeron.
Pero cuando alcanzamos el camino de la Media Luna comenzó a oscurecer y cuando
llegamos a donde estaba el arriero era ya alta la noche.
El arriero no se paró a ver quién venía.
Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso no le llamó la atención
vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que trajinamos de aquí para allá
con los tercios de azúcar, el arriero se estuvo quieto, agazapado entre el
zacatal. Entonces le dije eso a los Torricos. Les dije:
—Ese que está allí tirado parece estar muerto
o algo por el estilo.
—No, nada más ha de estar dormido —me dijeron
ellos—. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de esperar y se
durmió.
Yo fui y le di una patada en las costillas
para que despertara; pero el hombre siguió igual de tirante.
—Está bien muerto —les volví a decir.
—No, no te creas, nomás está tantito
atarantado porque Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero después se
levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el calorcito, se
levantará muy aprisa y se irá en seguida para su casa. ¡Agárrate ese tercio de
allí y vámonos! —fue todo lo que me dijeron.
Ya por último le di una última patada al
muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por
delante. Los Torricos me venían siguiendo.
Los oí que cantaban durante largo rato, hasta
que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos. Ese aire que sopla tantito antes
de la madrugada se llevó los gritos de su canción y ya no pude saber si me
seguían, hasta que oí pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus
perros.
De ese modo fue como supe qué cosas iban a
espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de la Cuesta de
las Comadres.
A Remigio Torrico yo lo maté.
Ya para entonces quedaba poca gente entre los
ranchos. Primero se habían ido de uno en uno, pero los últimos casi se fueron
en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En años
pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y
este año también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente
sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando
las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo
el tiempo.
Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya
estaban bien vacías de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de los
alrededores.
Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que
había una luna muy grande y muy llena de luz, porque yo me senté afuerita de mi
casa a remendar un costal todo agujerado, aprovechando la buena luz de la luna,
cuando llegó el Torrico.
Ha de haber andado borracho. Se me puso
enfrente y se bamboleaba de un lado para otro, tapándome y destapándome la luz
que yo necesitaba de la luna.
—Ir ladereando no es bueno —me dijo después de
mucho rato—. A mí me gustan las cosas derechas, y si a ti no te gustan, ahí te
lo haiga, porque yo he venido aquí a enderezarlas.
Yo seguí remendando mi costal. Tenía puestos
todos mis ojos en coserle los agujeros, y la aguja de arria trabajaba muy bien
cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro por eso creyó que yo no me
preocupaba de lo que decía:
—A ti te estoy hablando —me gritó, ahora sí ya
corajudo—. Bien sabes a lo que he venido.
Me espanté un poco cuando se me acercó y me
gritó aquello casi a boca de jarro". Sin embargo, traté de verle la cara para
saber de qué tamaño era su coraje y me le quedé mirando, como preguntándole a
qué había venido.
Eso sirvió. Ya más calmado se soltó diciendo
que a la gente como yo había que agarrarla desprevenida.
—Se me seca la boca al estarte hablando
después de lo que hiciste —me dijo—; pero era tan amigo mío mi hermano como tú
y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sacas en claro lo de la muerte de
Odilón.
Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un lado el
costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa.
Supe cómo me echaba a mí la culpa de haber
matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me acordaba quién había sido, y yo
se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no me dejaría lugar para platicarle
cómo estaban las cosas.
—Odilón y yo llegamos a pelearnos muchas veces
—siguió diciéndome—. Era algo duro de entendeder y le gustaba encararse con
todos, pero no pasaba de allí. Con unos cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo
que quiero saber: si te dijo algo, o te quiso quitar algo o qué fue lo que
pasó. Pudo ser que te haya querido golpear y tú le madrugaste. Algo de eso ha
de haber sucedido.
Yo sacudí la cabeza para decirle que no, que
yo no tenía nada que ver...
—Oye —me atajó el Torrico—, Odilón llevaba ese
día catorce pesos en la bolsa de la camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce pesos.
Luego ayer supe que te habías comprado una frazada.
Y eso era cierto. Yo me había comprado una
frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos y el gabán que yo tenía estaba
ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a conseguir una frazada. Pero
para eso había vendido el par de chivos que tenía, y no fue con los catorce
pesos de Odilón con lo que la compré. Él podía ver que si el costal se había
llenado de agujeros se debió a que tuve que llevarme al chivito chiquito allí
metido, porque todavía no podía caminar como yo quería.
—Sábete de una vez por todas que pienso
pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo sé
quién fue —oí que me decía casi encima de mi cabeza.
—De modo que fui yo? —le pregunté.
—¿Y quién más? Odilón y yo éramos
sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no llegamos a matar a nadie;
pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo a ti.
La luna grande de octubre pegaba de lleno
sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio.
Lo vi que se movía en dirección de un tejocote y que agarraba el guango que yo
siempre tenía recargado allí. Luego vi que regresaba con el guango en la mano.
Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la
luna hizo brillar la aguja de arria, que yo había clavado en el costal. Y no sé
por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por
eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar
otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le
cupo. Y allí la dejé.
Luego luego se engarruñó como cuando da el
cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre las corvas y
quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el susto asomándosele por el ojo.
Por un momento pareció como que se iba a
enderezar para darme un machetazo con el guango; pero seguro se arrepintió o no
supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió a engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba entristeciendo la
mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver
una mirada así de triste y me entró la lástima. Por eso aproveché para sacarle
la aguja de arria del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que
tendría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos
como un pollo descabezado y luego se quedó quieto.
Ya debía haber estado muerto cuando le dije
—Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo
no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él se murió,
pero me acuerdo bien de que yo no lo maté. Fueron ellos, toda la familia entera
de los Alcaraces. Se le dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón
estaba agonizando. Y sabes por qué? Comenzando porque Odilón no debía haber ido
a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese
pueblo, donde había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los
Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse
con ellos.
«Fue cosa de un de repente. Yo acababa de
comprar mi sarape y ya iba de salida cuando tu hermano le escupió un trago de
mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. El lo hizo por jugar. Se veía que lo
había hecho por divertirse, porque los hizo reír a todos. Pero todos estaban
borrachos. Odilón y los Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima.
Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de
Odilón cosa que sirviera. De eso murió.
»Como
ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no
me entrometí para nada.»
Eso le
dije al difunto Remigio.
Ya la
luna se había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta
de las Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le
di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo
la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio
a cada rato
Me
acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán.
Y digo que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban
quemando cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba
una gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes.
DISERTACIÓN
De: Manuel Salgado.
La disertación consiste en reflexionar o pensar
concienzudamente sobre un tema cualquiera, con objeto de exponerlo ante un
auditorio.
La conferencia o disertación es un medio de la expresión
oral, cuyo objetivo es incrementar los conocimientos del auditorio sobre un
tema determinado.
En la disertación se establece una comunicación: de un
lado está la persona que habla, y del otro el público que escucha.
El conferenciante, al hablar de algún tema, tiene la
oportunidad de ser brillante y cautivar al público con su manera de hablar.
La brillantez puede lograrla valiéndose de recursos
diversos, como libros, discos, diapositivas, filmes, cintas magnetofónicas,
etcétera.
La conferencia o disertación no debe exceder un hora de
duración, salvo aquellos casos en que el tema tratado sea de mucha relevancia.
Ahora bien, el disertante nunca debe olvidar las condiciones de la expresión
oral.
Para que la disertación sea un éxito, el conferenciante,
antes de comenzar, deberá tomar en cuenta las condiciones físicas del local,
disposición del auditorio y el atuendo.
a)
Condiciones físicas del local.
El orador debe tomar como propia la
responsabilidad de cerciorarse de que:
1.
La
sala de conferencias sea lo suficientemente amplia.
2.
Se
prepare una mesa especial para la prensa, si es que ha sido invitada.
3.
El
aire y la luz sean suficientes.
4.
Los
asientos sean suficientes para el grupo de personas que ha sido invitado.
5.
Haya
un micrófono y una persona que se encargue de su funcionamiento.
6.
No
haya teléfono para evitar distracciones.
7.
Haya
agua y vasos para el conferenciante y miembros del presidium.
8.
b)
Disposición del auditorio.
La colocación adecuada del público dentro de la sala de
conferencias es de mucha importancia, pues de esta manera se evita que el
hablante haga esfuerzos para ser escuchado por todos. El disertante debe
procurar hablar de pie y no sentado, como una atención al público y, además,
para que haya más libertad de movimiento.
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Actividades
1.- Realizar el análisis literario de la lectura "La cuesta de las comadres", de Juan Rulfo.
2.- Agregar el análisis, al blog.
3.- Con respecto a la disertación, elabora un resumen y lo agregas al blog
4. Realiza el comentario del siguiente video http://youtu.be/iiXS_OUFPTI
4. Realiza el comentario del siguiente video http://youtu.be/iiXS_OUFPTI